Fecha de Caducidad
La sensación de haber estado antes en donde nunca se ha estado, el que otra persona comience a silbar la misma canción que había estado todo el día en mi cabeza, y situaciones como cuando se observa a alguien que no se percata de ello, o cuando no se puede dejar de mirar fijamente una luz que nos ciega me asaltan de pronto una tarde y me llevan frecuentemente a un solo pensamiento: no sabemos mucho de cómo la mente trabaja, pero esos instantes inexplicables son a veces las vivencias que conforman la acidez endulzada del aire que respiramos. Son un chisguete de adrenalina, combustible vital para movilizar la existencia. Son las pequeñeces que escribimos en bitácoras que posiblemente nadie leerá. Esas cosas que uno ya no se detiene a explicar porque parece evidente, después de algún esporádico intento, que no se habrá de conseguir. La longevidad que pasa inadvertida en la sobremesa y la rabia sofocante de saberse el absoluto culpable de todo duelo amoroso de la que invariablemente cuelga ese hilo masoquista de sentir en la ira el deseo de vivir. La pluralidad del morbo humano que nos lleva una y otra vez al cine y la tranquilidad que produce la contemplación de grandes concentraciones de agua son cotidianeidades que nos invitan a agregar algún valor especial a ciertos días.
Es lo que me llama a hacer una nota en mi calendario mental y de pronto…tengo cientos de notitas guardadas a las que dado el tiempo me divierte regresar y hacerlas presentes de nuevo. Fechas importantes que, a parte de los natalicios y otras conmemoraciones que solemos celebrar con común gusto, resultan la sal de muchos momentos. No me queda claro cuál de todos los laberintos teóricos fue el que me explicara ese afán de hacer lo pasajero estacionario. Creo que fue leyendo Schibboleth donde conecté la primera pedrada en eso de lo que pasa y lo estacionado. También en unos poemas de Paul Celan. Pero siempre tuve inquietud en hacer un alboroto cada vez que mi cumpleaños estaba en puerta. Nunca maduré en eso y hoy, a una semana de recetarme una tercera década caigo en cuenta de que sigue interesándome capturar de algún modo todas esas vivencias. Y ahora que todas las teorías que emborrrachaban mis días de veintipico salen de donde menos pensé y me ayudan a liberar una de la poca soledad que he dejado a fuerza existir por estar lejos de casa. Pero es un valor inferido aunque la mayoría de las veces involuntariamente, a esos momentos que deseáramos se quedasen para siempre. Al mismo tiempo y sin embargo, esa sola actividad nos evoca con orgullo nuestra falla inamovible terrenal perecedera. Para siempre eh? Me parece que no medimos mucho la extensión de esa propuesta. El amor eterno, que en mi divertida y corta aún pero empedernida carrera de audiófilo y rocanrolero me sigue resultando tan cursi como efectivo como tema, me remonta últimamente más hacia Bush y hacia Midas. No parece un agobiante desgaste de células y neuronas el empecinarse en la trascendencia y la duración per secula seculorum de todo lo creado y poseido? Y en la acumulación de este tipo de posesiones? Cómo hacer para dejar que la vida fluya y el tiempo pase sin que esto nos agobie? Y vivir como si la vida no fuera más que eso.
Yo interactúo en dos disciplinas. La arquitectura y la música. En la primera las cosas tienden a quedarse mucho tiempo. Y una idea generadora, que ha por supuesto sido esculpida para servir de manera más precisa y es así como vuelve sus ojitos a la ciencia otra vez y destierra un poco al mundo de las pasiones, en ocasiones permanece. En un pueblo, en una calle, en un libro. Y se transfiere a las generaciones de los heredados. En este sentido ya vivimos cambios que trae consigo la modernidad que hoy le da uso y mañana lo transforma en basura. La idea ha cambiado también y un edificio ha perecido. Como un pedazo de carne, una tortuga, un siglo, un lienzo, un cuchillito de plástico, un planeta, un ser humano o una burbuja de jabón. Y paso aquí a la segunda, valiente y entregada a la existencia por minutos. Irrepetible y única. En la que la sola interpretación guarda la individualidad. No solamente del que la reproduce, no importa si es un disco duro o Hascha Heifetz, porque ambos son irrepetibles absolutamente, o el segundo grabado en el primero, sino también la del tiempo. Son las notas que nunca regresan. Que no sabemos a dónde han ido ni en dónde terminan todas esas vibraciones que absorben los cuerpos inertes y emanamos los vivos. La tarde de ayer, las gotas de la lluvia, cada una. Me parece que si yo pudiera ser más consciente de eso, vivir sería más dócil y me pelearía menos con este procesador.
Es lo que me llama a hacer una nota en mi calendario mental y de pronto…tengo cientos de notitas guardadas a las que dado el tiempo me divierte regresar y hacerlas presentes de nuevo. Fechas importantes que, a parte de los natalicios y otras conmemoraciones que solemos celebrar con común gusto, resultan la sal de muchos momentos. No me queda claro cuál de todos los laberintos teóricos fue el que me explicara ese afán de hacer lo pasajero estacionario. Creo que fue leyendo Schibboleth donde conecté la primera pedrada en eso de lo que pasa y lo estacionado. También en unos poemas de Paul Celan. Pero siempre tuve inquietud en hacer un alboroto cada vez que mi cumpleaños estaba en puerta. Nunca maduré en eso y hoy, a una semana de recetarme una tercera década caigo en cuenta de que sigue interesándome capturar de algún modo todas esas vivencias. Y ahora que todas las teorías que emborrrachaban mis días de veintipico salen de donde menos pensé y me ayudan a liberar una de la poca soledad que he dejado a fuerza existir por estar lejos de casa. Pero es un valor inferido aunque la mayoría de las veces involuntariamente, a esos momentos que deseáramos se quedasen para siempre. Al mismo tiempo y sin embargo, esa sola actividad nos evoca con orgullo nuestra falla inamovible terrenal perecedera. Para siempre eh? Me parece que no medimos mucho la extensión de esa propuesta. El amor eterno, que en mi divertida y corta aún pero empedernida carrera de audiófilo y rocanrolero me sigue resultando tan cursi como efectivo como tema, me remonta últimamente más hacia Bush y hacia Midas. No parece un agobiante desgaste de células y neuronas el empecinarse en la trascendencia y la duración per secula seculorum de todo lo creado y poseido? Y en la acumulación de este tipo de posesiones? Cómo hacer para dejar que la vida fluya y el tiempo pase sin que esto nos agobie? Y vivir como si la vida no fuera más que eso.
Yo interactúo en dos disciplinas. La arquitectura y la música. En la primera las cosas tienden a quedarse mucho tiempo. Y una idea generadora, que ha por supuesto sido esculpida para servir de manera más precisa y es así como vuelve sus ojitos a la ciencia otra vez y destierra un poco al mundo de las pasiones, en ocasiones permanece. En un pueblo, en una calle, en un libro. Y se transfiere a las generaciones de los heredados. En este sentido ya vivimos cambios que trae consigo la modernidad que hoy le da uso y mañana lo transforma en basura. La idea ha cambiado también y un edificio ha perecido. Como un pedazo de carne, una tortuga, un siglo, un lienzo, un cuchillito de plástico, un planeta, un ser humano o una burbuja de jabón. Y paso aquí a la segunda, valiente y entregada a la existencia por minutos. Irrepetible y única. En la que la sola interpretación guarda la individualidad. No solamente del que la reproduce, no importa si es un disco duro o Hascha Heifetz, porque ambos son irrepetibles absolutamente, o el segundo grabado en el primero, sino también la del tiempo. Son las notas que nunca regresan. Que no sabemos a dónde han ido ni en dónde terminan todas esas vibraciones que absorben los cuerpos inertes y emanamos los vivos. La tarde de ayer, las gotas de la lluvia, cada una. Me parece que si yo pudiera ser más consciente de eso, vivir sería más dócil y me pelearía menos con este procesador.

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